¿Quien es el jefe de jefe?

[Traducido del inglés para La Haine por Felisa Sastre]

Afganistán suministra el 90% de la heroína del mundo y, desde la invasión, la producción aumentó en más del 300%

Desde la semana pasada, al menos 21 soldados estadounidenses han perdido la vida en Afganistán, lo que ha convertido el mes de octubre en el más sangriento para las fuerzas estadounidenses desde su invasión del país hace ocho años. Muchos más soldados han resultado heridos por bombas trampa, granadas propulsadas y armas ligeras.

Entre los muertos de los últimos días, se encuentran una joven madre de dos hijos pequeños, de California, la sargento Eduviges Wolf, que murió a consecuencia de las heridas sufridas cuando su vehículo se vio atacado por una granada en la provincia de Kunar.

Devin Michel, soldado de 19 años, salido de la escuela secundaria de Stockon, Illinois, hace poco más de un año, resultó muerto por una bomba trampa de carretera en la provincia de Zhari.

Gregory Fleury, cabo de la marina de 23 años, perdió su vida en uno de los tres helicópteros derribados el domingo. El Anchorage Daily News citaba las palabras de su abuelo, quien afirmaba que tras dos periodos de servicio en Iraq, Fleury estaba a punto de terminar su servicio activo, pero “el Gobierno lo prolongó” para su despliegue en Afganistán. Estaba previsto que volviera a casa a principios de noviembre.

La escalada de la guerra, que se espera va a anunciar pronto el presidente Barack Obama, sólo servirá para aumentar las víctimas ya que se va a enviar a Afganistán decenas de miles de nuevos soldados y marines para acabar con la resistencia a la ocupación extranjera.

¿Para qué tantos sacrificios? ¿Por qué se envía a siete mil millas y medio de sus hogares a jóvenes mujeres y hombres estadounidenses para enfrentarse a muertes horrendas y para llevar a cabo una brutal represión contra una población que no les quiere allí?

Estas preguntas se plantean crudamente ante la revelación de que la CIA ha mantenido en su nómina, durante los últimos ocho años, al hermano del presidente Karzai, un elemento clave del tráfico multimillonario de drogas en Afganistán.

Las relaciones de la CIA con Ahmed Wali Karzai plantean “graves cuestiones sobre la estrategia bélica de Estados Unidos, actualmente en revisión en la Casa Blanca”, decía el New York Times el miércoles pasado al informar de la conexión entre ambos.

El asunto lo trata con delicadeza. Las relaciones de los hermanos Karzai con la CIA son una prueba más de que “la estrategia bélica de Estados Unidos” es una empresa criminal llevada a cabo por medios criminales.

El periódico describe la relación íntima entre la CIA y Ahmed Wali Karzai, a quien ayudó a crear un grupo paramilitar conocido como Kandahar Strike Force que “actuaba bajo la dirección de la CIA” para llevar a cabo asesinatos de sospechosos de pertenecer a la “insurgencia”.

Los agentes de operaciones especiales de la CIA, mientras tanto, utilizaban complejos fortificados facilitados por Karzai como bases para sus propias operaciones en el sur del país.

Según el Times, oficiales del ejército y otros funcionarios de alto nivel afirman que “el sospechoso papel desempeñado por Karzai en el tráfico de drogas, y lo que califican de estilo mafioso que impone en el sur de Afganistán, le convierten en una fuerza ‘perversa’. Pese a ello, sigue constituyendo uno de los principales apoyos de Washington en el país”.

Afganistán, hoy, suministra el 90 por ciento de la heroína del mundo y, desde la invasión estadounidense del país, la producción de opio ha aumentado en más del 300 por ciento.
Las conexiones de la CIA con el tráfico de drogas son ya viejas. Con anterioridad a 1979, el cultivo de la amapola y la producción de heroína en Afganistán y Pakistán tenía poca importancia, pero ambos países se convirtieron en el centro mundial de la producción de heroína, como resultado de las actividades de la CIA para fomentar la guerra de los muyahidin islámicos contra el gobierno de Kabul, sostenido por la Unión Soviética. Al mismo tiempo que EE.UU. invertía miles de millones de dólares en dinero y armas para alimentar aquella guerra, las drogas facilitaban una financiación suplementaria para las guerrillas apoyadas por la CIA.

Ya en la guerra de los años 1980 contra Nicaragua, la introducción de cocaína en EE.UU. financiaba a los contras financiados por la CIA un una época en la que el Congreso estadounidenses les había retirado su apoyo. Y en la guerra de Vietnam, la CIA se alió con los capos del tráfico de heroína en Laos quienes explotaron el mercado que les ofrecían las tropas estadounidenses.

En todas aquellas guerras, la intervención estadounidense ocasionó muertes, destrucción y degradación social, incluida la producción de drogas y su consumo. Y una de las consecuencias de la actual intervención en Afganistán podría ser el rápido aumento de la adicción a la heroína en EE.UU. y el resto del mundo.

¿Están dando su vida los soldados estadounidenses para mantener en el poder a un gobierno controlado por señores de la guerra y traficantes de drogas? ¿Van a morir muchos más en los próximos meses para proteger la celebración de otras elecciones fraudulentas para dar un barniz de legitimidad a un gobierno semejante?

Eso parece. Pero los hermanos Karzai y sus aliados señores de la guerra son simples marionetas de la política estadounidense, de los que se sirve Washington para conseguir sus objetivos.
Esta claro que ese objetivo no es el progreso de la “democracia”. Ni los 100.000 soldados de EE.UU. y la OTAN luchan contra el terrorismo en Afganistán, donde los propios militares admiten que Al-Qaeda tiene allí sólo 100 combatientes.

Los fines reales de esta guerra quedaron expuestos ingenuamente en un artículo del Dr. Stephen Blank, profesor de Estudios sobre la Seguridad Nacional, publicado el año pasado en la revista de la Academia Militar de Estados Unidos. Titulado “The Strategic Importance of Central Asia: An American Perspective [La importancia estratégica de Asia Central: la perspectiva estadounidense], el artículo dedica poco tiempo a los pretextos sobre el combate con Al-Qaeda o al establecimiento de la democracia en Afganistán.

Blank argumenta que EE.UU. busca con su política “abrir puertas” en Asia Central “a las compañías estadounidenses a la búsqueda de prospecciones energéticas y mercados”. La política estadounidenses, afirma, va dirigida a “evitar el monopolio energético de Rusia” en la región o el dominio de China sobre la misma. Intenta, asimismo, aislar a Irán, otro potencial rival en la zona.
Y continúa: “no resulta sorprendente que el leitmotiv de la política energética estadounidense se haya centrado en la construcción de oleoductos y enlaces con los consumidores extranjeros y productores de energía” que eludan el control de sus rivales regionales. Entre los más importantes, se encuentra el proyectado entre Turkmenistán, Afganistán y Pakistán (TAP, en sus siglas inglesas), que llevaría el petróleo y el gas natural desde Asia Central a través del territorio ocupado en la actualidad por las tropas estadounidenses.

Según lo dicho en este artículo, podría parecer que, mientras a los soldados y marines se les dice que están luchando y muriendo por la democracia y para acabar con el terrorismo, al menos a los oficiales superiores del ejército estadounidense se les marca unos objetivos más concretos.

El ejército de Estados Unidos lucha en Afganistán como parte del “Gran juego”, en su versión del siglo XXI, en el que el imperialismo estadounidense busca controlar Asia Central y sus recursos energéticos a expensas de sus rivales estratégicos.

Y no hay duda de que el gobierno Obama seguirá persiguiendo estos objetivos mediante la escalada de la guerra afgana.

Los costes de esta guerra, que en la actualidad suponen 3.600 millones de dólares al mes, aumentarán con el despliegue de más soldados, y la clase obrera estadounidense los va a pagar con la reducción de su nivel de vida y de las prestaciones sociales básicas. Las muertes y mutilaciones de los soldados y marines estadounidenses aumentarán, como lo harán asimismo las matanzas de civiles afganos y pakistaníes.

Los intereses de la clase trabajadora estadounidense e internacional se oponen a los perseguidos, mediante el asesinato y las muertes, por la denominada guerra afgano-paquistaní. Los trabajadores deben exigir la retirada inmediata e incondicional de la región de todas las tropas estadounidenses y extranjeras, y el final del dominio imperialista en Asia Central

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