A las Fuerzas Armadas de México
Ustedes  han sido siempre los custodios de la paz de la nación. Por ello, nunca  habríamos querido verlos fuera de sus cuarteles más que para repeler una  invasión extranjera o para ayudarnos, como lo han hecho siempre, en las  catástrofes naturales.     Ahora los han sacado a la calle para combatir lo que a las policías  pertenece. No los queríamos allí, pero allí los han puesto, provocando  con ello una escalada en la violencia al incitar al crimen organizado a  enfrentarse a ustedes con armas más poderosas. Son ya cuatro años de  guerra y lejos de disminuir, el consumo y tráfico de drogas ha  aumentado, lejos de sentirnos seguros, nos sentimos con miedo y coraje  ante la impotencia de verlos pelear en nuestras calles. Por ello les  exigimos, como ciudadanos de esa patria que defienden y custodian todos  los días, que no permitan que en sus filas anide el crimen y crezca la  complicidad.
Muchos de los asesinos que hoy dañan a la nación de  manera terrible en nuestros hijos e hijas, provienen de la deserción de  sus filas. La crueldad con la que esos desertores actúan tiene un origen  que debe ser revisado cuidadosamente y sanado dentro de sus  instituciones para que la deserción no se repita ni los códigos de honor  que deben ser parte de la educación de las fuerzas armadas no se  traicionen nunca ni en ninguna situación.
Bajo el peso de los  casi 40,000 muertos que llevamos a nuestras espaldas, en medio de las  mal llamadas bajas colaterales que su intervención en esta guerra ha  producido, en medio del horror y del infierno que parecen no tener fin,  en medio de la inseguridad que se ha apoderado del espacio y del tiempo  de nuestra nación hasta convertir los espacios públicos y las horas, en  los lugares y las horas equivocadas, en medio de esta miseria, ustedes  deben devolvernos la confianza de que realmente custodian a la nación y  de que no debemos temerles cuando nos encontramos frente a ustedes.
Esa  confianza, custodios de la patria, sólo podrá ser devuelta cuando  ustedes dejen de mirarnos como meras estadísticas de guerra y cuiden las  sagradas vidas de los jóvenes que son la vida de nuestra nación.  Nuestros muertos, los muertos que llevamos todos en nuestro corazón a  causa de esta absurda guerra, esos muertos que nos duelen, recuérdenlo  bien, no son bajas colaterales, no son cifras, no son números en un  expediente, no son abstracciones. Son seres humanos con un nombre, una  historia, un rostro y sueños. Recuerden también que detrás de cada una  de esas vidas cegadas hay padres, madres, hermanos, familias que como la  mía y la de los muchachos que murieron también asesinados al lado de mi  hijo Juan Francisco el 27 de marzo están amputadas y no podrán ya ser  las mismas en la felicidad que merecían y les correspondía. Por ello,  por ese dolor sin límite, hoy más que nunca el respeto a los derechos  humanos debe obligarlos absolutamente a evitar esa tragedia que llaman  irresponsablemente daños colaterales.
El dolor, custodios de la  patria, que nos ha hecho salir a las calles y detenernos un momento  delante de su casa es para finalmente decirles que el dolor no debe  servir para sembrar odio sino para encontrar la paz, el amor y la  justicia que perdimos.
A LA PGJEM y la PGR.
Uno de los  males fundamentales que tiene sumida a la nación en el dolor, en la  muerte, en el miedo, en la desconfianza y la incertidumbre es no sólo la  falta de una verdadera y sólida procuración de justicia en nuestro  país, sino la corrupción que desde hace mucho tiempo se ha instalado en  el corazón de sus instituciones. Esta obviedad que está en la mente, en  la piel, en el dolor de los ciudadanos como una herida que no cierra,  lleva cargando sobre sus espaldas no sólo casi 40,000 muertos, sino  otros tantos miles de casos no resueltos por omisión, por comisión o por  complicidad con el crimen. Los mejores de ustedes han tratado de sanear  ese corazón fundamental para la vida de la sociedad. Pero se ha logrado  poco. No sólo la mayoría de los casos quedan sin resolver y se archivan  como si los sufrimientos y los agravios de seres humanos fueran sólo  eso, casos, no vidas humilladas que piden la restitución de una dignidad  perdida o arrebatada, sino que muchas veces también los asesinos que  arrancan la vida de nuestros hijos salen de sus propias filas. Así lo  expresó hace unos días el propio Procurador de Justicia de Morelos  cuando en relación con la muerte de mi Juanelo, de Luis, de Julio y de  Gabo, definió a sus asesinos como “personal que estuvo involucrado en  instituciones públicas” y que pueden ser “policías, agentes  ministeriales o militares”, para luego desdecirse por temor o  compromisos con lo políticamente correcto.
Impartir justicia  después de conocer la verdad de los hechos es probablemente la mayor  responsabilidad que una autoridad puede tener. Cuando no se asume esta  responsabilidad y, como ha sucedido a lo largo de décadas en esta  nación, se conciente la impunidad, tenemos esta sociedad que alienta la  violencia y debilita, como nos está sucediendo ahora, a todas las  instituciones de la nación. Y sin justicia ni paz, yo les pregunto por  todos los ciudadanos, ¿cómo se puede vivir?
Sabemos que en estos  tiempos en donde por este consentimiento está desgarrado el corazón de  nuestro país y se ha instalado en él la violencia irracional y el miedo,  no es fácil ser un buen policía, un buen juez, un buen abogado, un buen  fiscal. Sin embargo, no tenemos otra opción; ninguna otra opción. Si no  tenemos policías, jueces, abogados, fiscales, honestos, valerosos y  eficientes; si se rinden al crimen y a la corrupción, están condenando  al país a la ignominia más desesperante y atroz.
Señor procurador  de Morelos, señores procuradores de cada rincón del país, policías y  miembros de los ministerios públicos cumplan con la justicia que no han  procurado y que hoy les reclamamos. Sólo así tendrán de nuevo nuestra  confianza y sabremos que no nos encontramos solos e inermes como hasta  ahora nos encontramos. Reconozcan el lugar que tienen como pilares de  esta casa que llamamos México
El dolor que nos ha hecho salir a  las calles es, como se lo dijimos a las fuerzas armadas, al detenernos  delante de su casa, no debe servir para sembrar el odio y fomentar el  crimen sino para encontrar el amor, la paz y la justicia que perdimos.
Cumplan con su trabajo dignamente.
EN EL ZÓCALO
Los  espantosos asesinatos de mi hijo Juan Francisco Sicilia Ortega, de Luis  Antonio y Julio César Romero Jaime, y de Gabriel Alejo Escalera, han  llenado de indignación y de dolor a la ciudadanía de Morelos y de la  nación entera. Sus nombres, sus historias y sus sueños destrozados, que  el amor de la ciudadanía sacó a la luz pública, ha hecho posible que se  pusiera también nombre, historias y sueños a otros miles de muchachos  asesinados y criminalizados por la violencia que se ha apoderado del  país, de sus instituciones y de la imaginación del narcotráfico y de esa  mal llamada clase política. Hasta antes de ellos, con algunas  excepciones, esos muertos eran, como lo dije delante de las casa del  ejército y de la justicia, simples cifras, simples abstracciones, bajas  colaterales o criminales, “escorias”, como estúpidamente se les ha  llamado. A partir de ellos, esas cifras son lo que siempre han sido y  siempre deberán ser: vidas humanas cegadas y familias destrozadas, dolor  que día tras día se ha ido acumulando en los corazones de todos los  ciudadanos de este país. Juan Francisco Sicilia Ortega, Luis Antonio y  Julio César Romero Jaime, Gabriel Alejo Escalera, no sólo son desde que  los encontraron asesinados el nombre de todos esos muertos anónimos  cuyos casos se encuentran en los archivos de las procuradurías y del  ejército y en la desmemoria de nuestros gobernantes, son también el  nombre de nuestros muchachos vivos, de nuestra juventud que corre el  mismo peligro y a quienes no estamos dándole la vida que merecen. Porque  mientras los pocos muchachos –cada vez menos– que pueden alcanzar un  alto nivel educativo, carecen de empleo, son subcontratados o subpagados  y están en peligro de ser asesinados como fueron asesinados nuestros  hijos, los muchos otros que no pueden siquiera acceder a la educación y a  la cultura, ni siquiera a un empleo subpagado, se encuentran a la  deriva, con el horizonte roto, seres humanos que están o pueden ser  reclutados por el crimen organizado para matar y terminar también  asesinados.
No hablo de una fatalidad. Es lo que hemos construido  con la corrupción de las instituciones, con el desgarramiento del  tejido social, con la mezquindad de los pleitos y los intereses  políticos que sólo buscan enriquecerse con la desgracia, el temor y la  simulación; eso es lo que hemos construido cuando decidimos desalojar  las virtudes de la educación y decidimos que sólo el dinero, la  producción desmesurada, la competencia y el consumo sin límites serían  nuestros dioses; eso es lo que hemos construido cuando hicimos del  egoísmo y del enriquecimiento una virtud y arrojamos las riquezas de la  cultura, de la educación, de la amistad, de la convivencia y de la  solidaridad al terreno de las cosas inútiles.
Cuando los seres  humanos tienen que levantarse día con día para hacer vivir a sus hijos  con salarios miserables y saber que quizá no regresarán porque nuestras  autoridades no están haciendo lo correcto; cuando los criminales, a  fuerza de impunidad, han perdido sus códigos de honor; cuando, por lo  mismo, deben vivir de lo que los católicos llamamos la esperanza en  Dios, porque los gobernantes y los empresarios no pueden darle ya a sus  compatriotas una esperanza humana, que es la sombra de la esperanza de  Dios, cuando esto sucede, y es lo que está sucediendo, es señal de que  empezamos ya a habitar en el infierno.
Desde que mi hijo Juan  Francisco y Luis y Julio y Gabo fueron asesinados, sentí  a cada uno de  los muchachos y muchachas, y a cada niño y niña de esta nación como  miembros de una misma familia –mi familia, mis hijos– que debemos cuidar  para que sus sueños no se conviertan en la pesadillas que desde hace  tiempo ha comenzado a invadirlos. No podemos permitir más que un  muchacho, una muchacha, un niño o una niña sean asesinados. A ellos, los  jóvenes de esta nación, que saben usar las redes sociales del espacio  cibernético, le pedimos que se convoquen, que se unan, que salgan a las  calles y que recuerden que desde siempre las juventudes han movido  montañas y le han devuelto la esperanza a la humanidad, como lo vemos  hoy en otras latitudes. Aduéñense del presente y decidan el destino y la  nación que ustedes quieren.
Cuando sucedió esta desgracia yo no  me encontraba en el país y ustedes, que están aquí y a los cuales les  agradecemos infinitamente, tomaron, como hermanos, mi causa que es la de  todos. Ustedes también tomaron por mí y por los demás padres de familia  que estaban sin voz la responsabilidad de exigirle al gobierno de Marco  Antonio Adame –un gobierno hasta ahora omiso– el esclarecimiento de los  crímenes que debe darse a conocer hoy.
Hasta el momento sólo se  nos ha informado que se han identificado a dos de los asesinos, que se  han girado las órdenes de aprensión para ellos, pero que los asesinos  aún permanecen libres y que se desconocen los móviles de este asesinato  irracional. Eso no nos basta. Por ello he decidido quedarme aquí en un  plantón en esta plaza, delante de las ofrendas que han levantado por  nuestros hijos, junto con todos aquellos que quieran acompañarme, y en  oración, hasta el miércoles 13 de abril. Es el último plazo que le damos  al gobierno de Marco Antonio Adame y de Felipe Calderón para que frente  a nosotros, frente al pueblo de Morelos y el país entero, presente ante  la justicia a los asesinos de nuestros hijos y a sus cómplices. Durante  este plantón haremos lo que el gobierno y las mafias no hacen: escuchar  a la inmensa mayoría de la gente. Para ello crearemos en ese mismo  plantón un espacio de diálogo ciudadano donde debatir la manera para  detener esta absurda guerra en la que la inmensa mayoría de los muertos  los ha puesta la sociedad civil y para idear las acciones que construyan  la paz con justicia en nuestra nación. Queremos que sea la opinión y la  reflexión colectiva de toda la sociedad civil mexicana la que diga cuál  será el próximo paso en esta lucha. Por ello invitamos a todo el pueblo  de todas las edades y condiciones sociales a expresarse en el plantón y  a través de un twitter llamado “@mxhastalamadre”. El miércoles 13 de  abril, plazo que le hemos dado al gobierno estatal y federal para  presentar a los asesinos, anunciaremos, en un acto público, las acciones  que la sociedad civil propone. Los gobernantes deben de entender que  son nuestros representantes, nuestros servidores, y que si son inútiles e  ineficientes deben irse sean del partido que sean y de la ideología que  sea. Un gobierno, como nos lo enseñó Gandhi, sólo existe porque lo  aceptamos. Si les retiramos nuestro apoyo ¿qué queda de él?
Si no  los presentan convocaremos a una marcha nacional en la Ciudad de México  exigiendo la renuncia del propio gobernador y el alto impostergable a  esta absurda guerra, en donde la inmensa mayoría de los muertos los ha  puesto la sociedad civil.  En el antiguo derecho romano existía una  figura: el homo sacher (el hombre sagrado) cuyos crímenes el Estado no  podía castigar, pero a quien cualquiera podía matar y quedar impune; un  ser que al mismo tiempo que estaba excluido de todos sus derechos  civiles era sagrado en un sentido negativo. Hoy en México todos somos de  muchas maneras hombres sagrados, es decir, seres desnudos, carentes de  protección política y susceptibles de ser asesinados por cualquiera. Hoy  también, los ciudadanos que estemos en plantón en esta plaza somos más  que nunca –como lo fueron mi Juanelo, Luis, Julio, Gabo, la noche en que  los asesinaron, como lo fueron también los niños de la guardería ABC,  los hijos de las madres de Salvarcar, que hoy nos acompañan, de Martí,  de la señora Wallace, de Gallo, de Nelson Vargas, de tantos muchachos  anónimos con la vida cegada y de los casi 40,000 asesinados de este  país– hombres sagrados y desnudos. Lo somos porque las autoridades del  Estado así lo han decidido con su ineficiencia y porque ante sus  omisiones quedamos expuestos a la irracionalidad de los criminales que  han perdido cualquier proporción y límite. Si alguien puede protegernos y  custodiarnos en estos momentos son millones de conciencias que, gracias  a los medios, están atentas a lo que pueda sucedernos.
Hace unos  días –y estoy por terminar– leí en esta misma plaza el último poema que  escribiré (dedicado a mi Juanelo) hasta que el cuerpo de este México  desgarrado en sus inocentes resucite. Ese silencio poético no es, como  muchos lo han interpretado, una claudicación, sino un grito. Hay  silencios más profundos y significativos que la palabra que viene de él y  en él se recoge.
Desde ese silencio poético donde la palabra  aguarda hacemos un llamado a las autoridades del país, al Presidente de  la República, al Congreso de la Unión, al poder judicial, a los  Congresos locales, a los Gobernadores, a los Presidentes Municipales, a  los líderes de los partidos políticos, a sus miembros, a los llamados  poderes fácticos, a los sindicatos, a los jerarcas de las Iglesias, a  los empresarios, a los capos y a las mafias de toda laya para que  escuchen. Este silencio doloroso y terrible está gritando cuatro  hermosas y profundas palabras: dignidad, paz, justicia y concordia. Ese  es el grito que está en el latido de nuestro amado México, el grito de  nuestros hijos a quienes la inmisericorde violencia les asfixió la  palabra en los pulmones y el de los que estamos aquí, de pie, sembrando  nuestra esperanza y gritando por ellos
 
 
 
 
 
 
 
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