Javier Sicilia
Cuarenta mil muertos, 10 mil desaparecidos –tratados como cifras, como abstracciones estadísticas–, miles de familias rotas y despreciadas por la impunidad del sistema de justicia, y millones de seres humanos desprotegidos, abandonados a la violencia de un crimen organizado que crece a la sombra de un Estado que, en su podredumbre, no ha sabido cumplir con su vocación primera, dar seguridad a sus ciudadanos, era el saldo que hasta el 27 de marzo vivíamos los seres humanos de esta nación. A partir de esa fecha algo cambió. Los asesinados de ese día tenían nombre, un nombre que gritaba, desde el dolor de sus amigos y de sus padres, un “Estamos hasta la madre” de los criminales y de los políticos, un reclamo que repentinamente no sólo comenzó a nombrar a sus muertos, sino a exigir una justicia de la que todos los mexicanos hemos estado privados durante los últimos cuatro años.
Si de alguna manera puedo definir lo que desde entonces han sido la marcha del 6 de abril en Cuernavaca y la que el 5 de mayo salió de esa misma ciudad para llegar el 8 del mismo mes al Zócalo de la Ciudad de México, es a través de dos palabras que los criminales y la “clase” política han extraviado en su inhumanidad: el dolor y el consuelo. Fue el dolor que, convertido en dignidad, inició esta forma de nombrar lo innombrable. Fue esa dignidad, la que a lo largo de las marchas fue sumando dolores, rompiendo el miedo y generando el consuelo. El dolor, me decía mi padre –a diferencia de la alegría que reúne–, une, y esa unión se llama consuelo.
La palabra es hermosa. Consolar es estar con la soledad del otro. Ir a su encuentro para abrazarla y acogerla. Para decirle –como coreaban muchísimos cuando llegamos a la Ciudad de México–: “No estás solo”. “No estamos solos”. “Tu dolor es el nuestro”.
Lo que el 27 de marzo fue una tragedia personal –tan personal como la de 40 mil muertos y familias hundidas en la soledad– se fue convirtiendo en una muchedumbre de soledades que se unía para compartir su dolor con el de otros, y en su abrazo, en su caminar juntos, se consolaban. Las 300 personas que el 5 de mayo salimos de Cuernavaca arropadas por la Bandera de México se fueron al paso de los días convirtiendo en miles. Las soledades llegaban de todas partes. Desde los pueblos y las ciudades más remotas, desde los dolores más atroces y las injusticas más viles llegaban padres, madres, hijos, hijas mutilados con los nombres y las fotografías de sus muertos, y sus lágrimas; llegaban también padres, madres, hijos, hijas que, por gracia, no conocen en carne propia ese dolor, pero a quienes la compasión unía y une en un nosotros; llegaban para abrazar nuestro dolor y nosotros el suyo, para encontrar el amor y la paz que nos arrancaron, para consolarse y consolarnos con una caricia, un llanto, un plato de comida, una botella de agua y hacer de nuevo la primera de las justicias, que es reconocernos como seres humanos y caminar juntos. Con ese caminar, les estábamos diciendo y continuamos diciéndoles a los criminales que, a pesar del terror que quieren imponernos y del sufrimiento que crean, no les tememos, que nuestro consuelo y nuestra dignidad son más fuertes que ellos y que con nuestro andar recuperamos nuestras carreteras, nuestras calles, nuestro territorio. Con ese caminar y nuestro arribo al Zócalo de la Ciudad de México les estábamos diciendo, y continuamos diciéndoles también a los poderes del Estado y a los partidos políticos, que están podridos, que si el crimen está campeando en nuestro país como lo hace es porque el Estado está cooptado por criminales y sólo sirve a intereses ajenos a la ciudadanía, que por ello esta guerra estúpida se va perdiendo y los muertos y el horror los estamos poniendo los ciudadanos. Les estamos diciendo que juntos o sin ellos vamos a refundar esta nación para que la dignidad que hemos mostrado permanezca viva y se haga una ley de seguridad nacional que no sólo piense en la violencia sino en el tejido social que la incompetencia del Estado ha desgarrado.
Nosotros, los hombres y mujeres de a pie, los que sostenemos todos los días a esta nación desgarrada, que llevamos a cuestas el dolor de miles de muertos y de injusticias atroces, hemos hecho con nuestras marchas la primera de las justicias negadas: la del consuelo, que es del orden del amor. Con ese consuelo llegamos y articulamos una movilización que demanda al Estado y a los partidos políticos la segunda justicia que nos deben, la legal. Un consuelo en la impunidad es un consuelo mutilado, y el Estado nos debe esa justicia. No sólo tiene que nombrar a nuestros muertos –darles rostro y presencia; si eran inocentes, indemnizar a las familias; si eran criminales, saber de dónde venían, qué sucede en el tejido social de sus lugares que los convirtió en criminales, y trabajar por rehacerlo–, sino también atrapar a los asesinos, estén en donde estén (en la ilegalidad o en la legalidad), y aplicarles la ley. Nuestros muertos, por voz de los vivos, que se consuelan, hablan y piden justicia. Una justicia que, junto con la recomposición de las instituciones, nadie debe regatearles, a no ser que el Estado acepte ser lo que hasta ahora ha sido, un Estado criminal.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.
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