Perros de guerra. Narcos, mercenarios y militares en México.

Carlos Fazio/ Rebelión

La matanza del casino Royale, en Monterrey, a fines de agosto, fue aprovechada por el presidente Felipe Calderón para reforzar aun más su estrategia de militarización del país, que ha costado la muerte de 50 mil personas en menos de cinco años.

Con precisión militar, a media tarde y en sólo dos minutos y medio, el pasado 25 de agosto un comando llevó a cabo el incendio intencional del casino Royale, en la norteña ciudad de Monterrey, provocando la muerte de 52 personas, la mayoría mujeres. Casi de inmediato, la imagen televisada de la acción gansteril, propia de una economía mafiosa que utiliza la “protección extorsiva” y la violencia reguladora para disciplinar los mercados de la ilegalidad, dio la vuelta al mundo. Un par de horas después, en su cuenta de Twitter Felipe Calderón describió el suceso como “un aberrante acto de terror y barbarie”.

Al día siguiente, después de una reunión con el Gabinete de Seguridad Nacional, en un discurso tan bien estructurado que parecía haber sido manufacturado con antelación, Calderón afirmó: “No debemos confundirnos ni equivocarnos: fue un acto de terrorismo (…) perpetrado por homicidas incendiarios y verdaderos terroristas”. Después pidió apurar la aprobación de la iniciativa de ley sobre seguridad nacional y el mando único policial, congelada en el Congreso, y llamó a la “unidad nacional” y al alineamiento de todos “los mexicanos de bien” detrás de su cruzada contra la criminalidad.

En el marco de lo que Denis Muzet ha denominado la “hiperpresidencia” -en alusión a la forma mediática de gobernar, sazonada en la ocasión por una campaña de intoxicación propagandística con eje en la seguridad-, no puede pensarse que hubo un uso ingenuo o errático de las palabras. Máxime cuando el discurso debió haber sido consultado con los jefes militares de la “guerra” de Calderón, reunidos de urgencia ante la emergencia. Allí se decretó el escalamiento de la confrontación: se decidió enviar 3 mil efectivos federales más a Monterrey, profundizándose su militarización mediante un virtual estado de sitio.

El sábado 27 las ocho columnas de los diarios recogieron sin ambages la consigna presidencial: “Terrorismo”. Incluso el semanario Proceso habló de “narcoterrorismo”, según la matriz de opinión sembrada por el Pentágono y Hillary Clinton tiempo atrás. Y el lunes 29, el Consejo Coordinador Empresarial -la cúpula de cúpulas de los capitanes de industria- reforzó el llamado a la “unidad” a nombre de “México”, como suelen generalizar los amos del país.


Terrorismo estatal

Conviene aclarar que terrorismo es el uso calculado y sistemático del terror para inculcar miedo e intimidar a una sociedad o comunidad. Es una clase específica de violencia. Como táctica, es una forma de violencia política contra civiles y otros objetivos no combatientes, perpetrada por organizaciones no gubernamentales, grupos privados (por ejemplo, guardias blancas o mercenarios a sueldo de compañías trasnacionales) o agentes clandestinos que pueden ser incluso estatales o paraestatales. El “blanco-instrumento” (víctimas que no tienen nada que ver con el conflicto causante del acto terrorista) es usado para infundir miedo, ejercer coerción o manipular a una audiencia o un blanco primario a través del efecto multiplicador de los medios.

El término terrorismo puede también abarcar una categoría importante de actos realizados o patrocinados de manera directa o indirecta por un Estado, o implícitamente autorizados por un Estado con el fin de imponer obediencia y/o una colaboración activa de la población. Cargada de connotaciones negativas o peyorativas, la palabra terrorismo es aplicada siempre para el terrorismo del otro, mientras que el propio es encubierto mediante eufemismos.

La acción del comando que incendió el casino Royale generó miedo y desestabilización. En apariencia, el móvil político no formó parte de la trama.

No obstante, en un año preelectoral, la acción fue rápidamente capitalizada por Felipe Calderón, dándole de paso una nueva vuelta de tuerca a la militarización del país. Llamó la atención en la coyuntura que Héctor Aguilar Camín, uno de los soportes ideológicos y argumentativos de la militarización del país, marcara distancia al escribir: “Escalar oratoriamente el conflicto hasta las nubes incendiadas del terrorismo es una forma de hacer terrorismo con las palabras”.

Sin caer en teorías conspirativas, sumado a una sucesión de acciones desestabilizadoras (el “secuestro” de empleados de las encuestadoras privadas Parametría y Mitofsky, y de la Sección Amarilla de Teléfonos de México en Michoacán, la explosión de una carta-bomba en el Instituto Tecnológico de Monterrey, el fantasmal tiroteo en el estadio de fútbol Corona), en el caso del casino no se pueden descartar las variables del agente provocador y el acto desestabilizador con bandera falsa.


La intervención va

Estados Unidos ha sido el principal promotor de la matriz de opinión sobre la existencia de “narcoterrorismo” en México, y como reveló en dos ocasiones The New York Times en agosto, agentes clandestinos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), del Buró Federal de Investigación (FBI), de la agencia antidrogas dea y del Pentágono, junto con mercenarios subcontratados bajo el disfraz de “contratistas privados”, están utilizando las “lecciones” de Afganistán en el territorio mexicano al margen de la Constitución y en detrimento de la soberanía nacional.

Según la versión del New York Times del 7 de agosto, un equipo de 24 agentes de la CIA, la DEA y militares “jubilados” del Comando Norte del Pentágono estarían dirigiendo labores de inteligencia desde un “centro de fusión” binacional instalado en una base militar en la región norte del país, que el diario no identificó pero podría estar ubicada en la sede del 22º Batallón de Infantería de la séptima zona militar en Escobedo, Nuevo León.

Similar a los que Estados Unidos instaló en Colombia, Afganistán e Irak para vigilar y atacar a grupos insurgentes y presuntos terroristas, el nuevo puesto de inteligencia -que se suma a otros en Ciudad de México, Tijuana y Ciudad Juárez- opera con tecnología de punta que permite interceptar comunicaciones confidenciales y codificadas, bajo estricto control de personal estadounidense. La información complementa la que, según versiones periodísticas no desmentidas, recaban por todo el territorio nacional 1.500 agentes estadounidenses, y la suministrada por aviones espías no tripulados (drones) que sobrevuelan el espacio aéreo mexicano en virtud de acuerdos secretos con Washington que escapan al control del Congreso local.

El reportaje del New York Times destacaba, además, que Washington planea insertar un equipo de “contratistas privados” estadounidenses de seguridad (ex agentes de la CIA, la DEA y de las fuerzas especiales del Pentágono), para que brinden “capacitación” dentro de una unidad antinarcóticos mexicana no identificada.Justificar a ambos lados

La subcontratación de los llamados “perros de guerra” por el Pentágono y el Departamento de Estado para que realicen tareas de espionaje y otras propias de la guerra sucia, comenzó en México antes de la firma de la carta de intención secreta (octubre de 2007) que oficializó la Iniciativa Mérida. Como se reveló en febrero, la empresa Verint Technology instaló un sofisticado centro de intercepción de comunicaciones en la sede de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada. Después se supo que la empresa S Y Coleman Corporation, con sede en Arlington, Virginia, estaba reclutando mercenarios para ocupar puestos de vigilancia aérea en Veracruz, para proteger instalaciones petroleras de Pemex. Ambas informaciones fueron puestas bajo reserva por 12 y 15 años por razones de seguridad nacional. Con posterioridad, diversas informaciones dieron cuenta de la presencia en México de la firma Blackwater (o Xe Services), una de las favoritas del Pentágono para la mercenarización de conflictos.

El 17 de agosto, en Ciudad Juárez, William Brownsfield, secretario asistente para la Oficina de Narcóticos y Procuraduría de Justicia Internacional de Estados Unidos, declaró que su gobierno capacitará y equipará policías municipales, estatales y federales mexicanos dentro de la “nueva estrategia” de la Iniciativa Mérida. La “nueva etapa” del también llamado Plan México, símil del Plan Colombia, coincidirá con la llegada al país del embajador estadounidense Earl Anthony Wayne. Wayne es un diplomático de carrera pragmático, experto en terrorismo, contrainsurgencia y energía. Su última misión fue en Afganistán, país al que Estados Unidos identificó en enero-febrero de 2009, junto con México, como un “Estado fallido” a punto de colapsar, situación que “justificaba” la intervención militar estadounidense. En mayo siguiente, en Washington, generales del Pentágono revelaron a un grupo de empresarios y líderes políticos conservadores de Florida que soldados del Grupo Séptimo de Fuerzas Especiales (“boinas verdes”) venían actuando en México desde 2006, bajo la cobertura de misiones antinarcóticos.

Otra pieza clave en la “transición” será Keith Mines, un ex militar que estuvo en Irak y fungió luego como director de la Sección Antinarcóticos de la misión diplomática en México. Mines monitoreará la Academia Nacional de Formación y Desarrollo Policial Puebla-Iniciativa Mérida, que se construye en Amozoc, a 100 quilómetros del Distrito Federal, y que ha sido publicitada como “la primera del mundo en su tipo”. Según Ardelio Vargas Fosado, actual secretario de Seguridad Pública en Puebla y viejo amigo de Washington, la “academia” alojará al consejo de coordinación regional de las policías municipales y estatales, y servirá para el intercambio de información policial preventiva, reactiva y proactiva. Tal vez esa sea la sede antinarcóticos a la que llegarán los mercenarios que, de acuerdo al The New York Times, capacitarán a policías mexicanos.


¿Bananeros?

El 13 de julio, durante una reunión con integrantes de la Comisión Bicameral de Seguridad Nacional del Congreso, tres generales y un coronel del Ejército mexicano exigieron a diputados y senadores la aprobación de un marco jurídico que amplíe y legalice la participación de esa rama de las fuerzas armadas en la “guerra sucia” de Calderón. Una guerra que bajo la pantalla de la lucha anticrimen ha cobrado más de 50 mil muertos y 10 mil desaparecidos, y el desplazamiento forzoso de 250 mil familias. El Ejército y la Armada han sido los principales instrumentos del comandante supremo de las fuerzas armadas en esa confrontación fratricida, definida por el subsecretario de la Defensa, general Demetrio Gaytán Ochoa, como un “conflicto asimétrico” contra un enemigo que no tiene rostro. La jerga militarista denomina “guerra asimétrica” a la que se da entre dos contendientes con una desproporción de los medios a disposición. En la guerra asimétrica no existe un frente determinado, ni acciones militares convencionales. Es un conflicto irregular que se basa en golpes de mano, combinación de acciones políticas y militares, propaganda negra, operaciones encubiertas y psicológicas, implicación de la población civil y operaciones similares.

Tras los atentados terroristas de 2001 en Estados Unidos, la potenciación de un “enemigo asimétrico” fue utilizada por la administración de George W Bush para sus operaciones en Afganistán e Irak. Desde entonces, como complemento del “enemigo interno”, la noción pasó a formar parte de la doctrina de seguridad nacional estadounidense en su lucha contra el terrorismo.

Según declaraciones de generales del Comando Norte del Pentágono, las operaciones militares en Afganistán e Irak se basan en la contrainsurgencia clásica, lo que implica acciones propias de la guerra sucia y el terrorismo de Estado, verbigracia, el uso de la tortura sistemática, la ejecución sumaria extrajudicial y la desaparición forzada, combinadas con la utilización de aviones no tripulados (Drones) artillados y el ametrallamiento de civiles en retenes, como ha quedado ampliamente documentado.

Dado que desde 2002 México quedó integrado de facto al “perímetro de seguridad” y al Comando Norte de Estados Unidos, y que existen acuerdos militares secretos con ese país en el marco de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (aspan, 2005), signados bajo el halo de la “guerra al terrorismo”, es lógico concluir que las tácticas utilizadas por Washington en Afganistán e Irak (practicadas antes en Colombia) se han venido utilizando en el territorio nacional. En particular, durante el sexenio de Felipe Calderón, con un crecimiento exponencial de la violencia.

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